15 octubre 2014

El repliegue sobre uno mismo (B)

“¡Ay! ¡Que apologeta…!” murmuran admirados los superficiales… “¡Caieié…! ¿Qué te hacé’l teólogo?” me observa el jugador de fútbol frustrado que vende sus mejores años de atleta a una empresa de telefonía… “Cualquiera tu música: una bosta” me dicen los músicos de academia por mi propio bien, intentando evitarme el ridículo. “A tus escritos les falta un giro gramatical más refinado”, me advierten los expertos en jotas y tildes. “¡Solamente soy un experto en efusividad y ademanes!” les grito llorando por dentro. Creo que no entienden lo que es tener un volcán adentro y ser isla de repente en medio del pacífico… No entienden el vértigo suicida de chocar electrones y fundirse en un rayo, liberando la energía en trueno y relámpago para el espanto de las tribus primitivas y los niños.
Entonces me repliego. Enfundo mis sonidos y palabras. Aflojo las cuerdas de mi mente y cierro el estuche. Paso a un estado de latencia… y todos podrán decir de mí lo que quieran que yo no voy a responderles: Como lo hacen con Dios. Pero bueno, de vez en cuando apareceré y me llevaré unos cuantos miles en forma de terremoto, maremoto o algún mosquito… pero los suicidios, los accidentes de tráfico, las guerras, los fondos buitres y otras plagas burocráticas son cosas suyas. Ni Dios ni yo tenemos la culpa de las nacionalidades ni las banderas, mucho menos del dinero o la filosofía que está detrás de cada ideología. La arquitectura, la policía y los alquileres son problema suyo. Las academias y los templos los hizo el diablo para dividirlos una tarde de noviembre que estaba aburrido de vacaciones en el Nilo. Da igual si las espadas las inventaron los elfos, los marcianos o los cananeos, los que se matan son ustedes solitos… y yo muero con ustedes. Pero porque vivo con ustedes.
Somos hijos de Dios, herederos de todo lo bueno que existe y que ha hecho Dios por sí mismo o a través nuestro. Culpables de todo lo malo, excepto la tristeza y la melancolía que son algo bueno; Principalmente culpables de la duda y la mentira, que engendran la envidia y la violencia.
Y me replegué. Tal vez fueron mil años, o un día... Y al replegarme me encontré con Dios, que vino a buscarme un domingo a la mañana a mi cama para decirme que ya está, que no sea tan maricón y me ponga a cantar y a escribir, que no deje de ser volcán ni tormenta, que a Él si le gustan mis canciones y la música está buenísima, que no importa si las guitarras de doce cuerdas la usa Pedro Aznar para canciones románticas, que yo puedo hacer Funk y Rock tranquilamente. Me dijo que me fije que siempre tiendo a afinar un poquito más alta las bordonas, pero porque soy gritón cuando hablo entonces me cuesta escuchar los sonidos más graves y profundos. Que no le dé bola a la Luchi que está negada con la música y no puede ver lo hermoso de lo que hago, pero que no sea tan salame de tratarla mal por eso. Y se fue.
Le pregunté lo mismo que Moisés aquella vez en el desierto: “¿Y cómo me van a creer que me dijiste todo esto? ¿Qué les digo…?”, “Yo soy el que soy” me dijo, y entonces me di cuenta que era como un deja vú, que lo dijo a propósito, ¡y nos reímos a carcajadas! Entonces me dice, “¡Sean, pavote, sean!”
Y entró la luchi a tomar mate…

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